jueves, 2 de marzo de 2017

ALGO...

La noche era oscurísima junto a la orilla... El pescador empujó el bote dentro del agua y se  deslizó corriente abajo hasta que se detuvo en el punto mismo donde cruzaban los ríos. Sabía que ese era el lugar ideal para pescar. El hombre tiró el ancla y el bote se hamacó en el viento viscoso. Se prendió un cigarrillo y tomó un trago de grapa que lo calentó y lo abismó en sus pensamientos. Cerró los ojos y se dejó chupar por la noche. Silencio. Repentina podredumbre. De pronto escuchó un crujidito. El viento frío empujó el bote y a él se le electrizó el pescuezo. Inmediatamente se puso a recoger el ancla pero… no pudo. Estaba trabada. Sudó y tiró sin parar hasta que los bordes del armatoste asomaron sobre el río. Solo los bordes… El resto del ancla se negaba a salir a la superficie. Quizá… había algo… El pescador ató la soga y maldiciendo supersticioso, hundió los brazos hasta las axilas… Nada… Ni ramas ni algas… El ancla permanecía inmóvil… Había algo… El hombre siguió tanteando y aspiró una bocanada… Finalmente, hundió la cabeza bajo el agua. Estúpidamente, pensó que vería algo… Pero solo sintió en la barbilla el roce de unos cabellos y se irguió, lleno de terror dentro del bote. De las aguas parecía venir un lamento. Absolutamente aterrado, empezó a remar. Por más que trataba el bote solo hizo un movimiento. El pescador remó con más fuerza empujado por el horrible eco que aún sonaba en su cerebro. Hasta que de pronto, la barca se liberó. El pescador siguió remando casi sobre la tierra y saltó fuera con el remo en las manos. En la noche se volvió a oír la triste voz. En ese momento el hombre supo que algo que le pertenecía al río, había venido con él. Entonces, tomando valor volvió dentro de la embarcación siempre empuñando el remo. Y esperó. Todavía, reinaba la oscuridad. Súbitamente, un olor dulce se le pegó en el fondo de la nariz…Y algo… se movió en el agua. Un chapoteo como de niño golpeaba la vieja madera. El hombre avanzó decidido. Creyó ver algo en la oscuridad y se defendió con violencia. Sintió el impacto y algo se hundió en el río. Se acercó al borde y esperó… un “por favor” doloroso resonó claramente, frente a él. Entonces, el hombre miró. Allí, entre las fétidas aguas, algo se debatía. Estaba enredado como una hebra a la soga y al ancla. “Por favor, no me tires al río”, le dijo y él reconoció en esa súplica tenebrosa la voz de una mujer... Y comenzó a verla. Su tronco se convulsionaba fuera del agua relumbrando como un desecho tóxico. La ropa podrida le cubría impúdicamente los pechos que colgaban como bolsas vacías. Ella lo miró agradecida y una sanguijuela cayó a través de su mejilla hueca. El hombre, horrorizado, puso distancia saltando a tierra. Los miembros de la mujer se agitaron y desaparecieron una vez más… El pescador dudó. Tomó unas arpilleras que se secaban en el muelle y se metió nuevamente en el río. Conteniendo su asco, se puso frente a ella y la tocó con sus piernas para saber si aquello también tenía cuerpo. Con una satisfacción morbosa confirmó que sí. Lentamente, la fue envolviendo con la tela mientras la estudiaba conteniendo cierta nausea y una excitación truculenta. Desenredó el pelo con delicadeza y la mujer nunca le opuso resistencia. Parecía dormida pero sus ojos sin parpados lo miraban… Parecía que gritaba, sin labios y sin mejillas… El pescador la desenganchó con un gesto rudo. Le cubrió la cara para no verla y la sacó del río. 
Bien amortajada la llevó hasta la puerta de su casa y la dejó entre redes, sogas y ramas, sin descubrirla… sin saber que hacer con ella. El hombre se encerró hasta bien entrada la mañana... Se levantó con resaca y sin memoria. Una negación natural de lo humano frente a lo inexplicable… Cuando salió a la luz del sol, el cuerpo aún yacía boca abajo, la cara sumergida en un charco inmundo, la osamenta a punto de rasgar la piel para festejar la gloria de la putrefacción. El pescador se acercó y giró el cuerpo con el pie. A la mujer le faltaba una mano, la derecha. Las moscas se hacían un festín sobre la carne podrida. Fue, allí que el hombre supo que la mujer estaba muerta. Por la carne floja también sabía que ella llevaba mucho tiempo perdida en el río. Las membranas habían sido devoradas por los peces y las alimañas. A través de las mejillas ausentes, el hombre creyó ver que la lengua se movía. Esperó. Se puso en cuclillas y acercó su cara a la boca rígida… Comenzó a envolverlo el crujido imperceptible que le salía de la traquea… De pronto, la mujer se sentó como impulsada por un resorte fantasmal. El hombre cayó hacia un costado aterrado por lo innombrable. “¿Quién soy?” dijo ella y se quedó quieta respirando con dificultad… hasta que un vómito de hojas y barro le liberó los pulmones. El hombre no se animó a hacer nada. La miró por un largo rato luchar con la gravedad. Intentar pararse y caer. Su mueca decidida le daba pena, pero no atinó a moverse… Hasta que por fin… La mujer lo consiguió. Titubeante, avanzó dos pasos y tropezó. El hombre pegó un salto y la sostuvo. En silencio la levantó y suavemente la entró en el rancho. La llevó hasta el catre,  la acostó y salió a vomitar fuera. De pronto, la mujer se incorporó, resoplando de dolor. Algo la llamaba desde el río. Su cuerpo agotado, aún se resistía a su condena… pero algo dentro de ella, la obligó a caminar hasta la ventana. Las aguas brillaban a lo lejos, como un diamante engañoso. La mujer sollozaba y no podía resistirse. Su cuerpo quería volver al río. Avanzaba dejando un rastro pegajoso con su muñón. Hasta que el hombre la tomó de los hombros y la retuvo contra sí. La mujer se apretó contra él y la metió dentro. El pescador conocía la avaricia del río. Sabía que, tarde o temprano el río recuperaba lo suyo. “Aquí, no va a poder entrar”, le dijo a ella y la ayudó a recostarse nuevamente. Con una profunda piedad, la abrigó y salió a tapiar las ventanas.

Cuando regresó ya había caído el sol. Por un momento, él temió no encontrarla, pero el olor dulce se percibía casi desde la costa. Dentro del rancho, el frío y la podredumbre eran insoportables. Lentamente se acercó a su cama y la encontró en la misma posición que la dejara. La miró mientras bebía ginebra. La mujer tenía marcas por todo el cuerpo hechas por el agua y los peces, pero sobre todo le llamaron la atención unas profundas cicatrices en las muñecas y los tobillos. Tal vez, alguien la tiró a las aguas atada de pies y manos. Un escalofrío lo sacudió y quiso prender un fuego. También quiso más alcohol y no pudo dejar de mirarla. La ginebra lo calentó, y por un instante, lo hizo sentir en calma. Camino hasta ella y, sin saber por qué, le chorreó unas gotas en la boca descolorida. Inmediatamente, la mujer comenzó a mover los ojos y a chasquear la lengua. Abrió la boca y lo miró. En el fondo de sus ojos parecía brillar una luz que se encendió con otro trago. Ella se convulsionaba con movimientos rápidos y él se alejó embargado por el espanto. Repentinamente, la mujer se sentó y le extendió el muñón. Sorprendida, se quedó mirando la herida, mientras el pescador le servía un trago. Ella bebió haciendo un gorjeo espantoso moviendo ante sus ojos, el miembro cercenado.
Al otro día, después de haber bebido muchas horas juntos en silencio, el hombre volvió a irse, dejándole ropa sobre la cama. Ella se vistió y se sentó a esperarlo, mirando en dirección al río. Cuando él regresó la encontró  vigilante en la oscuridad. Sin decir palabra, el hombre vació una bolsa con víveres y  cocinó una comida para los dos. “Oiga, venga a comer” le dijo y ella reaccionó. “Ayer tenía dos manos. Creo que algo me golpeó… pero no recuerdo… no recuerdo” El pescador comenzó a comer y ella trató de imitarlo. Los pedazos de comida se apelotonaban en su garganta para bajar por parte de la traquea expuesta. Involuntariamente, él tuvo una arcada. Buscó un trapo y se lo ató alrededor del cuello para que ella pudiera tragar. Cuando la mujer dejó de comer permanecieron sentados a la luz de una vela. “¿Quién soy?”, le dijo ella. El se encogió de hombros y se mantuvo en silencio. “¿Quién soy?” El hombre se levantó y se fue a la cama. “¿Quién soy?”, volvió a repetir ella. “Yo no sé. Te escapaste del río”

Cuando el hombre regresa, a la noche siguiente, ella ha preparado la cena. Como le falta la mano derecha ha cortado grandes trozos de todo lo que encontró en la casa, inclusive un pájaro. El hombre agradece a su manera y la contempla. Iluminada por el fuego, ella parece la mujer que alguna vez fue. El, que siempre estuvo solo, siente nacer en su pecho un sentimiento ambiguo de deseo y repulsión. Ella intenta sonreír y hace una mueca monstruosa. El hombre se sobresalta y retrocede. La mujer se para y con dificultad, abandona la casa. Él la sigue pero no la encuentra. Hasta que oye en la noche, el mismo triste lamento. La mujer solloza quedamente y tirita de frío. Entonces, él, con una suavidad nueva la gira y la mira directamente a los ojos. Ella quiere huir, pero él la retiene. “Está bien…” le dice, acercando su boca a la de ella. Se abrazan como dos sobrevivientes, aferrados el uno al otro, como si toda la vida hubiesen esperado ese momento.
Cuando el hombre despierta, la mujer hace rato que lo mira desde el borde de la cama. Tiene una pala entre sus brazos. “Pescador, hace tiempo que busco en mi memoria rastros de mi nombre. He flotado en la corriente, con otros como yo… Pero el agua no da respuestas… Sin embargo, cuando ayer y a pesar de todo, fui tu mujer, algo en mí revivió… Quizá fue tu calor en mis entrañas, la vida en mi interior que rasgó el olvido al que estaba condenada... No sé, pero ya recuerdo quien soy. Mi nombre es Susana Pereyra y ya se como llegué al río. Me arrojaron de un avión. También sé que el río siempre va a reclamar lo suyo… Por favor, no quiero volver al agua. Allí, las almas flotan sin jamás recordar, condenadas a ese sufrimiento. Ya casi no puedo resistirme a su llamado. Necesito que hagas algo más por mí. La última cosa. Necesito que me entierres y grabes mi nombre en la lápida. Yo lo haría pero pronto voy a dejar mis pedazos por todas partes y no quiero que veas como me pudro. El aire que tanto añoraba, hoy me disuelve. Por favor, va a ser lo único que te pida. Tenés que enterrarme y grabar mi nombre… y así, por fin, voy a poder descansar en paz”
El hombre la escucha y no le responde. Siente nuevamente que algo que quiere le va a ser arrebatado. Y se resiste. Se viste en silencio y ella que ha dicho todo lo que necesita decir, lo sigue arrastrando la pala. Antes de cerrar la puerta, él le contesta “Nunca. Yo te rescaté y sos mía. Nunca vas a dejarme.”
Está vez el hombre regresa en la madrugada y se la encuentra en la ribera. La mujer está aferrada a las sogas pero su cuerpo quiere entrar en el agua. Hace tiempo que parece estar luchando y el brazo del muñón apenas está sostenido al hombro. El pescador la toma con cuidado de la cintura y ella se entrega y se pega a él. La levanta entre sus brazos y la lleva hacia el rancho. El hombre comprende que ella tiene razón y decide ayudarla. Mientras ella duerme, busca la pala y cava un pozo profundo. Improvisa una lápida y graba con el cuchillo el nombre. La deposita en el fondo, con una tristeza espantosa, y ella no se mueve. Antes de echar la primera palada la mira recostada y se le cae una lágrima. La mujer se inquieta y se despide. Con un amor tan inmenso que él jamás ha recibido, ella le dice “Te amo”


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