La noche era oscurísima junto a la
orilla... El pescador empujó el bote dentro del agua y se deslizó corriente abajo hasta que se detuvo
en el punto mismo donde cruzaban los ríos. Sabía que ese era el lugar ideal para
pescar. El hombre tiró el ancla y el bote se hamacó en el viento viscoso. Se
prendió un cigarrillo y tomó un trago de grapa que lo calentó y lo abismó en
sus pensamientos. Cerró los ojos y se dejó chupar por la noche. Silencio.
Repentina podredumbre. De pronto escuchó un crujidito. El viento frío empujó el
bote y a él se le electrizó el pescuezo. Inmediatamente se puso a recoger el
ancla pero… no pudo. Estaba trabada. Sudó y tiró sin parar hasta que los bordes
del armatoste asomaron sobre el río. Solo los bordes… El resto del ancla se
negaba a salir a la superficie. Quizá… había algo… El pescador ató la soga y maldiciendo supersticioso, hundió
los brazos hasta las axilas… Nada… Ni ramas ni algas… El ancla permanecía
inmóvil… Había algo… El hombre siguió tanteando y aspiró una bocanada… Finalmente,
hundió la cabeza bajo el agua. Estúpidamente, pensó que vería algo… Pero solo
sintió en la barbilla el roce de unos cabellos y se irguió, lleno de terror
dentro del bote. De las aguas parecía venir un lamento. Absolutamente aterrado,
empezó a remar. Por más que trataba el bote solo hizo un movimiento. El
pescador remó con más fuerza empujado por el horrible eco que aún sonaba en su
cerebro. Hasta que de pronto, la barca se liberó. El pescador siguió remando
casi sobre la tierra y saltó fuera con el remo en las manos. En la noche se
volvió a oír la triste voz. En ese momento el hombre supo que algo que le
pertenecía al río, había venido con él. Entonces, tomando valor volvió dentro
de la embarcación siempre empuñando el remo. Y esperó. Todavía, reinaba la
oscuridad. Súbitamente, un olor dulce se le pegó en el fondo de la nariz…Y
algo… se movió en el agua. Un chapoteo como de niño golpeaba la vieja madera.
El hombre avanzó decidido. Creyó ver algo en la oscuridad y se defendió con
violencia. Sintió el impacto y algo se hundió en el río. Se acercó al borde y
esperó… un “por favor” doloroso resonó claramente, frente a él. Entonces, el
hombre miró. Allí, entre las fétidas aguas, algo se debatía. Estaba enredado
como una hebra a la soga y al ancla. “Por favor, no me tires al río”, le dijo y
él reconoció en esa súplica tenebrosa la voz de una mujer... Y comenzó a verla.
Su tronco se convulsionaba fuera del agua relumbrando como un desecho tóxico.
La ropa podrida le cubría impúdicamente los pechos que colgaban como bolsas
vacías. Ella lo miró agradecida y una sanguijuela cayó a través de su mejilla
hueca. El hombre, horrorizado, puso distancia saltando a tierra. Los miembros
de la mujer se agitaron y desaparecieron una vez más… El pescador dudó. Tomó
unas arpilleras que se secaban en el muelle y se metió nuevamente en el río.
Conteniendo su asco, se puso frente a ella y la tocó con sus piernas para saber
si aquello también tenía cuerpo. Con una satisfacción morbosa confirmó que sí.
Lentamente, la fue envolviendo con la tela mientras la estudiaba conteniendo
cierta nausea y una excitación truculenta. Desenredó el pelo con delicadeza y
la mujer nunca le opuso resistencia. Parecía dormida pero sus ojos sin parpados
lo miraban… Parecía que gritaba, sin labios y sin mejillas… El pescador la
desenganchó con un gesto rudo. Le cubrió la cara para no verla y la sacó del
río.
Bien amortajada la llevó hasta la puerta de
su casa y la dejó entre redes, sogas y ramas, sin descubrirla… sin saber que
hacer con ella. El hombre se encerró hasta bien entrada la mañana... Se levantó
con resaca y sin memoria. Una negación natural de lo humano frente a lo
inexplicable… Cuando salió a la luz del sol, el cuerpo aún yacía boca abajo, la
cara sumergida en un charco inmundo, la osamenta a punto de rasgar la piel para
festejar la gloria de la putrefacción. El pescador se acercó y giró el cuerpo
con el pie. A la mujer le faltaba una mano, la derecha. Las moscas se hacían un
festín sobre la carne podrida. Fue, allí que el hombre supo que la mujer estaba
muerta. Por la carne floja también sabía que ella llevaba mucho tiempo perdida
en el río. Las membranas habían sido devoradas por los peces y las alimañas. A
través de las mejillas ausentes, el hombre creyó ver que la lengua se movía.
Esperó. Se puso en cuclillas y acercó su cara a la boca rígida… Comenzó a
envolverlo el crujido imperceptible que le salía de la traquea… De pronto, la
mujer se sentó como impulsada por un resorte fantasmal. El hombre cayó hacia un
costado aterrado por lo innombrable. “¿Quién soy?” dijo ella y se quedó quieta
respirando con dificultad… hasta que un vómito de hojas y barro le liberó los
pulmones. El hombre no se animó a hacer nada. La miró por un largo rato luchar
con la gravedad. Intentar pararse y caer. Su mueca decidida le daba pena, pero
no atinó a moverse… Hasta que por fin… La mujer lo consiguió. Titubeante,
avanzó dos pasos y tropezó. El hombre pegó un salto y la sostuvo. En silencio
la levantó y suavemente la entró en el rancho. La llevó hasta el catre, la acostó y salió a vomitar fuera. De pronto,
la mujer se incorporó, resoplando de dolor. Algo la llamaba desde el río. Su
cuerpo agotado, aún se resistía a su condena… pero algo dentro de ella, la
obligó a caminar hasta la ventana. Las aguas brillaban a lo lejos, como un
diamante engañoso. La mujer sollozaba y no podía resistirse. Su cuerpo quería
volver al río. Avanzaba dejando un rastro pegajoso con su muñón. Hasta que el
hombre la tomó de los hombros y la retuvo contra sí. La mujer se apretó contra
él y la metió dentro. El pescador conocía la avaricia del río. Sabía que, tarde
o temprano el río recuperaba lo suyo. “Aquí, no va a poder entrar”, le dijo a
ella y la ayudó a recostarse nuevamente. Con una profunda piedad, la abrigó y
salió a tapiar las ventanas.
Cuando regresó ya había caído el sol. Por
un momento, él temió no encontrarla, pero el olor dulce se percibía casi desde
la costa. Dentro del rancho, el frío y la podredumbre eran insoportables.
Lentamente se acercó a su cama y la encontró en la misma posición que la
dejara. La miró mientras bebía ginebra. La mujer tenía marcas por todo el
cuerpo hechas por el agua y los peces, pero sobre todo le llamaron la atención
unas profundas cicatrices en las muñecas y los tobillos. Tal vez, alguien la
tiró a las aguas atada de pies y manos. Un escalofrío lo sacudió y quiso
prender un fuego. También quiso más alcohol y no pudo dejar de mirarla. La
ginebra lo calentó, y por un instante, lo hizo sentir en calma. Camino hasta
ella y, sin saber por qué, le chorreó unas gotas en la boca descolorida.
Inmediatamente, la mujer comenzó a mover los ojos y a chasquear la lengua.
Abrió la boca y lo miró. En el fondo de sus ojos parecía brillar una luz que se
encendió con otro trago. Ella se convulsionaba con movimientos rápidos y él se
alejó embargado por el espanto. Repentinamente, la mujer se sentó y le extendió
el muñón. Sorprendida, se quedó mirando la herida, mientras el pescador le
servía un trago. Ella bebió haciendo un gorjeo espantoso moviendo ante sus
ojos, el miembro cercenado.
Al otro día, después de haber bebido muchas
horas juntos en silencio, el hombre volvió a irse, dejándole ropa sobre la
cama. Ella se vistió y se sentó a esperarlo, mirando en dirección al río.
Cuando él regresó la encontró vigilante
en la oscuridad. Sin decir palabra, el hombre vació una bolsa con víveres
y cocinó una comida para los dos. “Oiga,
venga a comer” le dijo y ella reaccionó. “Ayer tenía dos manos. Creo que algo
me golpeó… pero no recuerdo… no recuerdo” El pescador comenzó a comer y ella
trató de imitarlo. Los pedazos de comida se apelotonaban en su garganta para
bajar por parte de la traquea expuesta. Involuntariamente, él tuvo una arcada.
Buscó un trapo y se lo ató alrededor del cuello para que ella pudiera tragar.
Cuando la mujer dejó de comer permanecieron sentados a la luz de una vela.
“¿Quién soy?”, le dijo ella. El se encogió de hombros y se mantuvo en silencio.
“¿Quién soy?” El hombre se levantó y se fue a la cama. “¿Quién soy?”, volvió a
repetir ella. “Yo no sé. Te escapaste del río”
Cuando el hombre regresa, a la noche
siguiente, ella ha preparado la cena. Como le falta la mano derecha ha cortado
grandes trozos de todo lo que encontró en la casa, inclusive un pájaro. El
hombre agradece a su manera y la contempla. Iluminada por el fuego, ella parece
la mujer que alguna vez fue. El, que siempre estuvo solo, siente nacer en su
pecho un sentimiento ambiguo de deseo y repulsión. Ella intenta sonreír y hace
una mueca monstruosa. El hombre se sobresalta y retrocede. La mujer se para y
con dificultad, abandona la casa. Él la sigue pero no la encuentra. Hasta que
oye en la noche, el mismo triste lamento. La mujer solloza quedamente y tirita
de frío. Entonces, él, con una suavidad nueva la gira y la mira directamente a
los ojos. Ella quiere huir, pero él la retiene. “Está bien…” le dice, acercando
su boca a la de ella. Se abrazan como dos sobrevivientes, aferrados el uno al
otro, como si toda la vida hubiesen esperado ese momento.
Cuando el hombre despierta, la mujer hace
rato que lo mira desde el borde de la cama. Tiene una pala entre sus brazos.
“Pescador, hace tiempo que busco en mi memoria rastros de mi nombre. He flotado
en la corriente, con otros como yo… Pero el agua no da respuestas… Sin embargo,
cuando ayer y a pesar de todo, fui tu mujer, algo en mí revivió… Quizá fue tu
calor en mis entrañas, la vida en mi interior que rasgó el olvido al que estaba
condenada... No sé, pero ya recuerdo quien soy. Mi nombre es Susana Pereyra y ya
se como llegué al río. Me arrojaron de un avión. También sé que el río siempre
va a reclamar lo suyo… Por favor, no quiero volver al agua. Allí, las almas
flotan sin jamás recordar, condenadas a ese sufrimiento. Ya casi no puedo
resistirme a su llamado. Necesito que hagas algo más por mí. La última cosa.
Necesito que me entierres y grabes mi nombre en la lápida. Yo lo haría pero
pronto voy a dejar mis pedazos por todas partes y no quiero que veas como me
pudro. El aire que tanto añoraba, hoy me disuelve. Por favor, va a ser lo único
que te pida. Tenés que enterrarme y grabar mi nombre… y así, por fin, voy a
poder descansar en paz”
El hombre la escucha y no le responde.
Siente nuevamente que algo que quiere le va a ser arrebatado. Y se resiste. Se
viste en silencio y ella que ha dicho todo lo que necesita decir, lo sigue
arrastrando la pala. Antes de cerrar la puerta, él le contesta “Nunca. Yo te
rescaté y sos mía. Nunca vas a dejarme.”
Está vez el hombre regresa en la madrugada
y se la encuentra en la ribera. La mujer está aferrada a las sogas pero su
cuerpo quiere entrar en el agua. Hace tiempo que parece estar luchando y el
brazo del muñón apenas está sostenido al hombro. El pescador la toma con
cuidado de la cintura y ella se entrega y se pega a él. La levanta entre sus
brazos y la lleva hacia el rancho. El hombre comprende que ella tiene razón y
decide ayudarla. Mientras ella duerme, busca la pala y cava un pozo profundo.
Improvisa una lápida y graba con el cuchillo el nombre. La deposita en el
fondo, con una tristeza espantosa, y ella no se mueve. Antes de echar la
primera palada la mira recostada y se le cae una lágrima. La mujer se inquieta
y se despide. Con un amor tan inmenso que él jamás ha recibido, ella le dice “Te
amo”